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Gustav Klimt |
Todo eso le sucedía a aquella vieja casa que creía que su tiempo ya se había acabado hacía mucho. Cuando llegaba la primavera el viejo camino volvía pronto a aparecer. Aquella mujer lo recorría cada día al anochecer. Caminaba ligera, alegre y confiada. Pronto en los ventanucos de la casa lucía la luz de las velas y el fuego chisporroteaba calentando el puchero, que dejaba un aroma delicioso en la pieza.
Luego peinaba su pelo con mucho cuidado y lavaba sus manos y su cuerpo con agua deliciosamente perfumada con flores olorosas y dulces y se sentaba en la puerta a esperar. A veces venía, otras no. Pero ella siempre estaba allí esperando confiada.
Fue en otoño, habían pasado tres días y él no había vuelto. No quería preocuparse, pero lo hizo. La última vez que se vieron él la había amado de una manera extraña y apasionada, como si algo se le desgarrara dentro. Se aferraba a su cuerpo y a su boca como si fuera a devorarla, como un hambriento ante el último bocado de su vida. Había sido extraño y a la vez excitante.
—¿Que tienes, amor mío? —le había preguntado extrañada
— Nada, no debes preocuparte. Te quiero mucho —contestó besándole de nuevo.
Discretamente preguntó en el pueblo. Se había ido. ¿Irse, a dónde? a la ciudad con sus padres. Iba a casarse.
Tres días después la casita roja desapareció abrasada por las llamas. Nadie se explicaba cómo podía haber sucedido algo así si aquella zona era solitaria y apenas nadie la frecuentaba.
Tres meses más tarde ella se fue del pueblo y no volvieron a verla jamás.
©Rosa
García
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