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La brisa suave matizaba el calor de la tarde, el sol se iba alejando
poco a poco con la intención de esconderse tras la montaña. El campo exhalaba
aromas a hierba seca y a excrementos de vacas. Apetecía quedarse allí
eternamente, acompañado solamente por el siseo de los insectos y la esquila de
alguna vaca sonando a lo lejos.
El camino se adentraba entre los árboles y se perdía en la oscuridad de
sus sombras, parecía la vereda abierta por cientos de carros que hubieran pasado por
allí desde hacía años; los surcos se hundían en la tierra seca en líneas
paralelas perfectas, entre las que habían brotado la hierba y las flores
silvestres. Un poco alejado, delante de una finca de hierba segada y recogida,
se veía una casona de paredes blancas y rojo tejado.
El cochecito, uno de esos que no necesitan permiso de conducir, subía la
cuesta fatigadamente, visto a lo lejos parecía un tábano grisáceo. Llegó al
claro donde, junto a una pequeña ermita, alguien había colocado un banco y una
mesa de madera, junto a una fuente que no manaba agua. El auto quedó aparcado
entre las sombras de dos árboles enormes que vigilaban el pequeño templo y de
él bajó, con bastante dificultad, un
hombre mayor y un poco grueso, vestido con ropas de trabajo, boina negra
polvorienta y una cesta en una mano y un palo largo, a modo de bastón, en la
otra. Se paró delante de la puerta de la iglesita, se quitó la gorra e hizo la
señal de la cruz. Solo fue un segundo, como quien cumple una vieja costumbre y
después tomó el camino carretero y desapareció entre las sombras.
El sol buscaba ya el horizonte bajo el monte, apenas el cielo enrojecía
y el campo se iba volviendo sombrío. Por fin iba bajando el calor y los pájaros
alborotaban entre las ramas. Una media hora después, el hombre apareció de
nuevo, brotando de la oscuridad, como un duende en medio del bosque. La cesta
parecía pesarle. Se acercó al coche y la dejó sobre el asiento del copiloto,
entonces se volvió y me dijo:
— ¡Hombre! Pensé que no me había visto. Sí,
me da pena irme.
— Sí te vi, hijo, pero lo primero es lo
primero. ¿Estás en el pueblo?
— Sí, en la Posada Azul, por dos o tres días.
— Veo que aprovechas el tiempo. Todo lo que
ves hoy lo recordarás siempre. Así que no dejes que se te escape ningún
detalle. Adiós, tengo que llevar estos huevos y verduras a casa. Yo ya no puedo
trabajar, así que no me queda más remedio que comprárselos a la Jacinta.
Colocó la cesta en el piso del coche y luego arrancó. El ruido del motor
semejaba al de una moto. Tomó decididamente el camino de vuelta, el mismo por
donde había venido y desapareció de mi vista.
Volví a mirar al cielo, el sol ya no estaba y un halo traslúcido, entre
rosa y púrpura lo iluminaba completamente. Me sentía bien.
©Rosa G.
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