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De la Red |
— Por favor, señora ¿Sabe usted de algún
sitio en este pueblo para comer algo?
— Buenas. Creo que anda usted perdido. Aquí
no hay bares, en realidad casi no hay gente, como puede ver —le decía esto
haciendo visera con la mano para protegerse del sol— Para encontrar algo de eso
debería venir en verano, cuando vuelve alguno de los vecinos que marcharon a la
ciudad.
— ¡Vaya! Estoy cansado de conducir y tengo
hambre. Pensé que aquí podría comer algo. Lo que sea, tampoco soy exigente.
Ella
se le quedó mirando un momento, luego pareció meditar otro poco y cuando estuvo
segura, volvió a mirarle y le dijo:
— Si se conforma con cualquier cosa, puedo
darle de comer en mi casa. Tendrá que arreglarse con sopa de pan y unos huevos
fritos o tortilla de perejil, si lo prefiere. El postre será lo mejor, porque
hoy he hecho arroz con leche y suelen decirme que me sale muy bueno.
La
casa era cálida y estaba limpísima. Colgados de los techos bajos, pintados de
cal blanca, había muchos ramos de flores silvestres y plantas aromáticas
sujetas de los tallos con cuerdas finas, a unos clavos. El aroma impregnaba la
pieza, que parecía ser la cocina, comedor y zona de estar, pues había una mesa
redonda que asomaba sus patas bajo un mantel de cuadros y una butaca vieja, con
los cojines aplastados y una mantita colgando del brazo, que parecía muy
cómoda, mirando a la chimenea y a una pequeña televisión colgada de la pared.
Allí se respiraba serenidad y bienestar. Pablo se sintió enseguida a gusto. Una
olla sobre una cocinita, humeaba despacio, pudo imaginar el ruido en su
interior: chup, chup... Aspiró el aroma. Olía muy bien.
— Tiene usted una casa muy acogedora —le
dijo, dando una ojeada aprobatoria alrededor— ¿Vive sola?
Ella afirmó con la cabeza, pero de una manera imprecisa.
— Sí y no. Vivo con mi nieta de nueve años,
solo que ella suele venir los fines de semana y cuando tiene vacaciones. El
resto del tiempo está en el Colegio comarcal interna. Aquí la escuela no
funciona, como habrá visto, y el autobús solo llega cada dos días y solo uno a
las tardes. Además en el pueblo no hay niños.
La
expresión de su cara pasaba de la alegría a la tristeza, según iba hablando,
pero su voz tenía un acento cálido y emocionado todo el tiempo.
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