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Luís Meléndez (1716-1780 |
Desde las ventanas de casa se veían los
maizales cargados de panochas que iban amarilleando a medida que avanzaba el
verano. Pequeños surcos separaban a unos de otros por los que solíamos
adentrarnos para robar las barbas del fruto, hacernos cigarrillos y fumarlos
escondidas entre trastos en el garaje.
Me gustaba subir al camarote las tardes
lluviosas de agosto y asomarme al ventanuco, desde aquella altura podía ver las
casas del pueblo detrás de la Llosa y las montañas verdes floreadas de casas
blancas y tejados rojos. Allí arriba se mezclaban los olores a tierra mojada,
eucaliptus y vacas del vecino más cercano, la niebla baja modificaba el paisaje
y una melancolía casi dolorosa se apoderaba de mí y me hacía sentir otra; había
algo mágico en aquello. Dentro olía a manzanas extendidas por el suelo, sobre
una sábana vieja, madurando y arrugándose poco a poco, a pimientos verdes
ensartados y colgados al aire, para que se transformaran en otros rojos con los
que se harían ricas salsas. La madera sin barniz y de los bajos del tejado, colgaban
algunas telarañas, para mí era un lugar misterioso, al que, primero me dio
miedo subir y luego fue mi refugio.
Me gustaba la soledad, el silencio que
reinaba allí que me permitía recrear mis pensamientos. Al atardecer, si no
habíamos ido a ningún lado, desde la ventanita veía a mi abuela sentada en su
butaca, en el jardín, bajo el emparrado, leyendo, como siempre, uno de aquellos
libros de tapas negras que ella decía que eran breviarios. Adoraba a mi abuela,
su cara estaba iluminada por un haz de bondad y su sonrisa era la de una niña.
Nos entendíamos muy bien, me gustaba cuidarla.
Aquel verano ella se quedó en la ciudad y mi
madre y mi tía iban y venían por turnos a su casa, donde estaba con otra de mis
tías. A todos nos faltaba algo, ella presidiendo la mesa, el pan que mojaba en
el vino aguado al final de la comida, sus ojillos vivarachos mirando fíjamente la porción de comida que había elegido, para que lo supieramos antes de servirla, sus olvidos que me hacían subir y bajar a
su habitación para traerle lo que le hiciera falta. Sus rezos, acompañarla a la
pequeña iglesia de la Placita de la Corra, yo no rezaba, ella lo hacía por mí y
por todos. Yo miraba el retablo y me recreaba en las imágenes de madera
tallada, llenas de polvo. La penumbra del templo y el silencio me gustaban,
allí me dedicaba a pensar, a imaginar cuál sería la vida de las pocas personas
que rezaban allí y era feliz, no necesitaba mucho para serlo.
Mi abuela tenía 83 años el otoño en que murió,
yo diecisiete recién cumplidos, había dejado el colegio y estudiaba Secretariado de Dirección e Idiomas, Aquel año todo cambió para mí y empecé de nuevo
la vida, la misma vida, pero yo la vi, entonces, muy diferente.

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